Ana Ibáñez Mejías.
Me sentía una privilegiada, mezclada entre más gallinas de criadero industrial, pero al fin y al cabo de las seleccionadas para el gran evento. Pasaban diez minutos de y media, y las luces aún iluminaban el mágico conglomerado de cabezas que llenaba el patio de butacas, casi cien años después. Solo queríamos despedir a lo grande a los genuinos Faemino y Cansado en su reciente “Parecido no es lo mismo”.
Imagen promocional del espectáculo «Parecido, no es lo mismo», de Faemino y Cansado.
No hay palabras para describir aquel espectáculo, aquellas ocurrencias absurdas que llenan los teatros de toda España desde los años 80, y yo con un sabor agridulce por verlos marchar, por verlos envejecer, por saber que el humor de esta raza iba a desaparecer.
La sinfonía del humor, la melodía desacompasada de las carcajadas que me acompañaban en aquel cubículo me transmitió esperanza, me hizo pensar en cuántos supervivientes quedaban aun en un país moribundo, cuán necesario es aprender a reír en caso de emergencia, disfrutar durante un par de días del recuerdo de aquella velada y renovar tus chacras, como el que cambia el aceite del coche cada diez mil kilómetros. Y nos lo están quitando. Están recortando todo tipo de ayudas para que gente con talento nos ayude a endulzar nuestro amargo día a día, nos haga reflexionar, disfrutar, reír e incluso aunque alguno no le guste tanto, pensar.
Yo, que crecí bajo el cielo gaditano, con la filosofía de vida que mi sabia madre consiguió incrustarme bajo la premisa “se puede vivir sin salud, sin dinero y sin amor… pero como pierdas el sentido del humor estás perdido”, que me escondí más de una vez entre carcajadas, que he sonreído mientras dormía, que sueño con que mis futuras arrugas revelen la felicidad que viví todos estos años, no podía asumir este irresponsable funeral. Y es que “Parecido no es lo mismo” -y es que lo mismo pareció ser- me devolvió las ganas de luchar por nuestro derecho a reír, a invertir en humor, a crear una gran empresa de importación de risas, y ya que estamos, dejar a los toritos en las Dehesas que respiren tranquilos después de tanta maldita tradición cañí.
Politicuchos que destrozan el verde de todo un país, el color esperanza que llevó mi tierra por bandera desde Blas Infante. Nos dejan un desolador paisaje marrón, que conjunta con nuestras caras más grises. Restringiendo el Estado del Bienestar a gusto de los señores feudales de cortijo y capote. Una muerte lenta y dolorosa a golpe de tijeretazo. Sueldazos de Nescafé para quienes nos mandaron al traste, alfombras rojas para quienes nos robaron nuestro hogar con su elegante letra pequeña, hoteles resorts para los ladrones trajeados y duro castigo para investigaciones de crímenes del franquismo. “España es así, la tierra donde yo nací”.
Pensé en Sócrates, en Alberti, en Gila, en todos los muertos que alzaron nuestra cultura a las alturas y que ahora tienen que estar maldiciéndonos desde su tumba. Alcaldes y concejales de chichinabo que invierten en su propia estupidez el dinero de nuestro pensamiento en perspectiva. Y todos vivos y coleantes, nutridos de los miles de dedos que los señalan por la calle. Gente sin gracia, o lo que es lo mismo, unos desgraciados.
Y yo manteniendo el tipín con esta perenne expresión de sorpresa, con estos recortes tan cojonudos, en los que se invierte en iglesia y se recorta en ciencia. No puedo asistir a esta sodomización sin ningún tipo de anestesia. Así que al menos inviertan en nuestra paciencia, inviertan en terapia para poder vivir más tiempo y así tenernos como esclavos trabajando hasta los 70 años. Apuesten por nuestro silencio y sigan invirtiendo en Champions, pero, al igual que William Wallace, nadie me quitará la sensación de libertad cuando algún mago del humor os ridiculice.
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Ana Ibáñez Mejías es periodista por la Universidad de Málaga y Máster en Acción Solidaria Internacional de Europa por la Universidad Carlos III de Madrid.
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