‘Juego de espejos’, por Coradino Vega

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Coradino Vega

(Texto leído en la presentación de Diario de campo de Rosario Izquierdo Chaparro (Caballo de Troya, 2013), celebrada en Sevilla el pasado 26 de abril).

Dice la contracubierta de este libro que se trata de una novela “diferente”, y cualquiera podría pensar que lo dice como reclamo editorial, pues al fin y al cabo todas las novelas pueden ser consideradas de algún modo diferentes. Sin embargo, gran parte de las novelas que se publican hoy día, bien pretenden arrullar al lector, bien demostrar que sus autores son los seres más inteligentes que hay en el planeta, y el resultado es que al final acaban pareciéndose demasiado entre sí. Diario de campo, en cambio, no busca una cosa ni la otra.

Diario de campo no pretende darnos un besito de buenas noches para que nos vayamos contentos a dormir, pero tampoco es una novela irónica, ni desapegada, ni engreída, ni autista. Diario de campo es una novela escrita desde la emoción, y su posicionamiento puede que tenga menos sustento en una ideología abstracta que en un dolor casi físico ante lo que es injusto y el desconcierto que ese estado de cosas provoca. Diario de campo, en definitiva, tira por uno de los pocos caminos que pueden llegar a algo distinto de verdad: el de ofrecernos un relato propio.

Contar lo que le pasa a la gente, contar lo que le pasa a uno: ¿a alguien se le ocurre algo mejor a lo que pueda aspirar la literatura? Contar lo que ocurre ahí afuera, en el mundo exterior; contarlo bajo la mirada intransferible de la propia sensibilidad; e imbricarlo como si fuera un juego de espejos. Porque todo Diario de campo es un juego de espejos. Una mujer se incorpora al mundo laboral después de un largo periodo dedicado al cuidado de sus hijos. Esa mujer empieza a trabajar con mujeres en riesgo de exclusión social. Conforme las entrevista para su investigación sociológica descubre otra realidad y a la vez empieza a descubrirse a sí misma. Al cabo de poco tiempo, experimenta las consecuencias de la precariedad laboral. “Toda mi vida he sido lo que decían los demás, no lo que yo quería ser”, dice al principio de la novela la entrevistada nº 6 con la autoestima hecha trizas. “Estás igual de jodida que si hubieras hecho las cosas como el mundo esperaba de ti”, se confiesa casi al final la narradora tras pasarse la vida rebelándose contra lo que ella denomina “normalidad”. La maternidad temprana, el desempleo del hombre, el desamparo afectivo, todo cuanto va surgiendo en el curso de su recuperada labor profesional tiene un correlato íntimo: los hijos de la narradora, el marido, el calor no siempre balsámico del hogar.

Hay que ser muy valiente para desnudarse de esa forma y confesar las inseguridades que nos asolan a casi todos: la propia fragilidad. Y hay que ser muy valiente para adentrarse en la periferia de la ciudad —en la periferia norte de Sevilla o de cualquier ciudad— como lo ha hecho Rosario Izquierdo: sin prejuicios, sin condescendencia caritativa, y sin cierta morbosa atracción por esa especie de exotismo antropológico sobre el que hablaremos luego.

Lejos de perseguir el tópico soberbio de dar voz a los sin voz, la narradora nos propone reforzar la capacidad de escucha: “Hay que dejar que la gente se exprese —dice—, y aprender de ella”. Ante las dudas que le provocan la utilidad de su actividad, la maraña terminológica de las ciencias sociales o, como se dice en el libro, “la inquietud prepotente de querer arreglarlo todo”, parece autoimponerse recabar su testimonio como una especie de deber moral que, dándole la vuelta al verso de Cernuda (“Recuérdalo tú y recuérdalo a otros”), en el caso de Rosario Izquierdo vendría a ser: “Escúchalas, cuéntatelo a ti misma y cuéntaselo a los demás”.

A esa Sevilla invisible, tan alejada de la visitada por los turistas y la carrera oficial, a la que llega por primera vez en un autobús de línea como si se adentrara en el corazón de las tinieblas, ella va y escucha, observa, apunta, pasea su spleen por avenidas con nombres obreros y parques del extrarradio, llena de perplejidad —ante lo que ve y ante lo que siente—, e intenta adaptarse: con una dubitativa humildad que no quiere juzgar (“No sé si tengo derecho a…”), pero también con unas ganas tremendas de hacer un trabajo útil.

Su  actitud, por ejemplo, es opuesta al exotismo antropológico de quien va allí a hacer fotos mientras se agarra con fuerza el bolso. O a la del reportero callejero que se mete con la cámara en las chabolas para acabar sacando siempre a un gitano escuálido y mellado cantando por Camarón al compás de una lata de tomate. Pero también es muy distinta a ese entusiasmo contracultural que se fascina por la marginalidad, por quienes se atreven a vivir en “auténticas” casas con techos de uralita como la última y “más auténtica” y rebelde forma de combatir la corrupción del sistema dominante encarnado en los centros burgueses de la ciudad, nunca como indicio de abandono o pura y simple miseria. (Y no digamos ya a la de esos jóvenes de familias “normales”, que acuden allí a comprar su hachís o sus papelas de coca y vuelven con el alba a potar a los inmaculados váteres de los chalés de sus padres.)

Rosario Izquierdo describe con precisión a esa clase que ella llama “semitrabajadora”, que el 18 Brumario de Luis Bonaparte llamó lumpemproletariado justo cuando empezó a quedar desplazada en los cinturones de la ciudad industrial, y que Robert Castel denominó hace poco “desafiliados”, es decir, todos aquellos que (a pesar de sus móviles última generación y zapatillas de marca, como los canis poligoneros de Sevilla, los chavs anglosajones o los jóvenes de ascendencia africana de la banlieue de París) se han quedado fuera del progreso lineal: ese riesgo tan en vías de expansión actualmente.

Y es al hacerlo así, al recoger su testimonio sin afectaciones, paternalismo o aquella cosa berlanguiana del “ponga un pobre en su mesa por navidad”, como Izquierdo dota de dignidad a esas abuelas que arrastran un cansancio de larga duración sin quejarse; a las Jessis, Vanessas y Elizabeths del Taller de Pastelería que dicen que allí aprendieron a hablar; a las mujeres que acuden a las escuelas de adultos y ríen y huelen los lápices como si fueran niñas sentadas en los pupitres que abandonaron demasiado pronto o en los que nunca se llegaron a sentar.

Puede que la veta más rica y antigua de la literatura española sea la que intenta interpretar el comportamiento humano en un contexto socioeconómico históricamente determinado: en qué clave leer si no La Celestina o el Lazarillo de Tormes. Diario de campo comparte con Misericordia de Galdós, o con La busca de Pío Baroja o con Tiempo de silencio, el acercamiento a la periferia como lente intensificadora del contraste educacional. Con un talento muy poco extendido, Rosario Izquierdo no sólo escribe de la misma forma natural con la que habla: con un estilo muy suyo, tan hermoso como espontáneo, en el que integra la voz pegada a la tierra de escritoras como Mercé Rodoreda o Carmen Laforet con una forma lírica de adjetivar, casi umbraliana, que puede que le venga también de sus años de columnista de periódico; sino que sabe además captar el habla de la calle sin que parezca que imita una teleserie como The Wire o la traducción de ningún escritor americano, logrando un mosaico de voces que por eso se eleva con la fuerza de lo verdadero. “Admite la simpleza de la complejidad”, se dice la narradora en uno de sus ajustes de cuentas consigo misma. O lo que es lo mismo: admite que la verdad, de serlo, se parecerá más a un diálogo que a los extravíos de cualquier yo ensimismado.

Diario de campo es una novela que renueva lo que algunos llaman con tedio realismo social porque se narra a sí misma de una forma nueva. Su estructura es fragmentaria porque las “historias de vida” de la sociología actual no admiten relatos lineales. Y como toda novela que, además de preocuparse por reflejar su tiempo, busca el mejor modo de poderlo revelar, integra la memoria con la ficción, el diario con el informe sociológico, el ensayo con sus declaraciones de principios, harta quizás de que las novelas sólo planteen preguntas y no se atrevan nunca con las respuestas, consciente quizás de que ni en literatura ni en la vida es posible encontrar soluciones redondas y perfectas. Su naturaleza híbrida podrá incluso dar pie a que se la clasifique como eso que se ha puesto ahora de moda decir de algunos textos, “un artefacto”, como si el libro en cuestión fuera una caja con cables, detonadores y luces de feria. Sin embargo Diario de campo es una novela porque cuenta cosas que de otra manera no se hubieran podido contar. Una novela abierta a cualquier tipo de público, no sólo a las mujeres que trabajan con mujeres ni a los habitantes de Sevilla, porque trata de problemas que a todos nos afectan o podrían llegar a afectar. Una novela de una originalidad sólida que sólo le sale a quien no se desvela por innovar, de a quien poco le importan las etiquetas o por dónde sopla el viento de la moda para poderse situar.

En algún sitio del libro se dice que cada cual tiene su ritmo y, en otro, refiriéndose a la vocación literaria de la narradora, ella misma se recuerda “las horas lentas de escritura, aunque fuera para romper lo que escribías, en esas pruebas enfermizas, carentes de sentido, que dejabas suceder, alargarse y repetirse casi contra tu voluntad”. Pues bien, por lo que a Rosario Izquierdo se refiere, Diario de campo viene a confirmar lo que quienes habíamos leído antes sus artículos periodísticos, cuentos, borradores de novelas o incluso sus estudios sociológicos —demasiado bien escritos para ser sociológicos— ya sabíamos: que tiene la pasión, la capacidad observadora, la precisión del lenguaje, la musicalidad y el ‘duende’ necesarios para ser lo que siempre fue, una buena escritora. Lo que hoy hemos venido a celebrar es que eso se haga público con esta novela que conjuga crudeza y ternura, ausencia de cinismo y espíritu crítico, y que también es una prueba de fortaleza, pues como su narradora dice sobre los hijos: “La debilidad no está en ellos, sino en nuestra mirada”.

La mirada de Rosario Izquierdo se ha detenido en aquello que casi nadie se detiene a mirar.

Al mismo tiempo, ha escrito una declaración de amor a sus seres queridos.

A ellos también habría que darles la enhorabuena.

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Coradino Vega (Riotinto, 1976) es profesor de literatura y autor de la novela El hijo del futbolista (Caballo de Troya, 2010). También ha participado en la antología Libro del fútbol, publicada por 451 editores.

Imagen: Charo Izquierdo Chaparro. Fotografía de Pablo Arenas.

 
 
 

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